La Oroya (Perú). El pan y el veneno

La crisis económica mundial ha agravado la dramática situación de los habitantes de La Oroya, un pueblo olvidado en los Andes peruanos que lleva décadas soportando la contaminación por plomo y otros metales pesados.
Existe un lugar en el mundo donde los chiquillos pintan rayuelas en la calle, indiferentes al plomo, el arsénico, el cadmio y otros metales cuyo nombre desconocen pero que impregnan la tierra, el aire, el agua... Allí, nueve de cada diez menores de seis años tienen niveles de plomo en sangre que triplican el umbral considerado tóxico por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Unos padres no saben, otros prefieren no saber. De poco sirve protegerse, dicen, si el plomo corre por sus venas desde que nacen.

Mientras el extranjero, con cada bocanada de aire, siente arder la garganta, los lugareños sonríen con tristeza. “Aquí estamos habituados”, comentan, por increíble que resulte oírlo en uno de los diez lugares más contaminados del planeta, según lo clasificó en el 2007 la ONG estadounidense Blacksmith. Una ruta que pasa por Chernobil (Ucrania), Linden (China) o Ranipet (India).

Ese lugar olvidado es La Oroya, un pueblo a 3.800 metros de altura en los Andes peruanos. Nació hace 90 años alrededor de una fundición de metales que es a la vez su pan y su veneno. “Mi papá contaba que por aquí había pastos. Ahora no nace nada. La lluvia lo oxida todo”, recuerda en los cerros cercanos a La Oroya un vecino y trabajador de la fundición, epicentro geográfico y económico del pueblo.

Este sólo aparece en las noticias por los frecuentes accidentes en la carretera Central, que lo une con Lima (a 178 kilómetros), o por las protestas de algunos vecinos para que el Estado y la propietaria de la fundición, Doe Run Perú, cumplan con sus obligaciones y protejan a los 35.000 oroyinos de la contaminación. Pero son pocos quienes alzan la voz.
Vista general de La Oroya antigua. Miles de personas viven sin protección a 500 metros de la fundición de metales

“En un mundo globalizado, el mercado solicita constantemente nuevos minerales”, comentaba la portavoz de la empresa, Angélica López, poco antes de que estallara la crisis mundial. Decía que la firma estaba ultimando el plan de inversiones medioambientales pactado cuando, en 1997, el grupo estadounidense Renco compró el complejo aprovechando la ola de privatizaciones del presidente Alberto Fujimori.

Las mejoras son reconocibles al lado de la herrumbrosa maquinaria heredada de la empresa estatal Centromín. Para el profano, pasan por tecnología punta, pero no engañaron a Ian Von Lindern, una referencia mundial en contaminación por plomo que visitó los proyectos. “Sí, se han gastado bastante en reducir la contaminación del aire y del agua, ¡pero instalan tecnologías que en Estados Unidos usábamos hace 30 años!”, explicó en conversación telefónica desde Idaho.

A principios del 2009, la empresa tenía pendientes inversiones por 150 millones de dólares como la que más puede mejorar la calidad del aire: una planta que evitará las emisiones de azufre. En junio pasado, Doe Run apagó la fundición y con ella el medio de vida de miles de familias. También quedó en el aire el plan de mejoras medioambientales.
Doe Run obligó a los trabajadores a llevar máscaras (arriba) y a ducharse antes de salir de la fundición para no llevar la contaminación a casa.

Los oroyinos conviven desde hace décadas con la contaminación, pero sólo desde 1999 se ha acreditado la elevada presencia de plomo y otros metales en niños y embarazadas. Un estudio del doctor Hugo Villa, de la seguridad social, reveló en el 2005 que todos los bebés nacían con al menos seis microgramos de plomo por decilitro de sangre, y uno de cada cuatro, con más de diez. “Ese es el máximo que recomienda la OMS, y se está pidiendo que lo rebaje a cinco para los niños, y en ningún caso se habla de recién nacidos”, subraya Villa, quien recibió amenazas de muerte a raíz del estudio.

El plomo –su contaminación es una epidemia silenciosa, según la OMS– es una de las sustancias más dañinas para los niños. Sus efectos no se detectan fácilmente, pero la exposición continua puede producir anemia, problemas de desarrollo físico y daños en el sistema nervioso que pueden afectar al rendimiento intelectual. “Se van descalcificando poco a poco… ‘Mamá, me duelen los huesitos’, me dice Einer (8 años), como si fueran personas mayores…”, se lamenta Angélica, madre de cuatro chicos. “Cuando ven el humo, les entra miedo y no salen”, explica. Descubrieron que tenían altas dosis de plomo en el 2005, cuando la Universidad de Saint Louis (Misuri, Estados Unidos) realizó un censo hemático de la ciudad.

En voz baja, en cada esquina de La Oroya antigua se cuentan historias similares: Onofre y sus cinco chavales, que “duermen demasiado”; los dos hijos de Mercedes Inga muertos por extraños cánceres; Alicia y su bebé Luis, que “no asimila bien el hierro”, según la madre… No es fácil hablar, quienes ventilan sus miserias son tachados de traidores. En La Oroya, las relaciones sociales están tan envenenadas como el aire, y todos se miran con desconfianza. “La Doe Run nos ha captado a mucha gente”, se lamenta M. Isabel Ferreiras, portavoz de la ONG Labor, con sede en Lima y que asesora a la plataforma reivindicativa local Mosao.

La empresa admite “cierta incomodidad” al hablar de responsabilidades, “aunque uno tiene que tocar ese tema”, dice su jefe medioam­biental, Jorge Miranda. Repasa las mejoras de las condiciones laborales, tecnológicas y de limpieza que siguieron a la llegada de Doe Run y apunta a las obligaciones del Estado, a quien corresponde limpiar el terreno alrededor de la fundición. Hace una década se intentó desalojar a la población de la parte vieja. A la espera de que Doe Run controle la fuente de emisiones y cumpla con el plan ambiental, sólo se ponen parches al problema. Según un estudio encargado por la agencia estatal Activos Mineros, 2.300 kilómetros cuadrados de suelo están contaminados por los 87 años de emisiones de la fundición.
La casa jardín de Casaracra, creada en el 2004 por la empresa y la municipalidad y que acoge a 100 niños con elevada contaminación.

En el 2006, el Tribunal Constitucional de Perú declaró culpable al Ministerio de Salud por no proteger a los oroyinos y reclamó atención para los más afectados por la contaminación ambiental, unas 70 personas que reciben tratamiento en Lima. El Estado puso en marcha un convenio médico –financiado por Doe Run– que atiende a menores de seis años y gestantes. Ofrece duchas gratis, organiza lavados de manos en escuelas y barrios, remodela viviendas a quienes mejoran sus hábitos de higiene… Pero el recelo hacia la empresa impide llegar a muchas familias pobres que se niegan a utilizar las instalaciones porque, a ojos de otros vecinos, creen que si algún día hay indemnizaciones, a más plomo en sangre, más cobrarán.

El coordinador del convenio, Roberto Ramos, asegura que la contaminación en La Oroya es “un problema manejable”. “Según la bibliografía médica, a partir de 60 microgramos de plomo hay daños neurológicos evidentes, pero eso acá no se da. Hay adaptación al ambiente, un componente genético y la altitud, factores que nunca se han estudiado”, dice. Sostiene que no todo puede achacarse al plomo o al cadmio, que hay que tener en cuenta “el frío, la desnutrición...”. El doctor Villa respira hondo ante estos argumentos: “¿Cómo pueden denigrar tanto a la profesión médica?”.

El proyecto de salud estrella de Doe Run es la casa jardín de Casaracra, a 12 kilómetros de la fundición. Pasaría por una guardería de una ciudad europea si no fuera por las tablas que cuelgan a la entrada y que hablan de pesos, tallas bajas y riesgo agudo de desnutrición. Es un refugio para un centenar de niños con más de 45 microgramos de plomo en la sangre, los casos más graves. Allí pasan ocho horas al día, alejados de La Oroya, se les educa y aprenden hábitos de higiene, aunque cuando llegan más bien se trate de llenarles el estómago. Por la tarde, un autobús los devuelve a La Oroya. Marisa ha ido a recoger a su pequeño. Muchas vecinas no vieron bien que lo llevara a Casaracra. “Dicen que puse el niño allá para librarme de él. Pero, cuando te dan los resultados (de los tests de plomo), te da miedo”, dice.
Mujeres que lavan la ropa de los operarios de la fundición.

La empresa propietaria, golpeada por el colapso del precio de los metales y agobiada por las deudas (156 millones de dólares), amenazó en junio del 2009 con abandonar su actividad en Perú si no obtenía una prórroga de 36 meses para cumplir el plan medioambiental. La Oroya respondió aferrándose a sus puestos de trabajo. Los obreros, a veces con sus esposas e hijos, han cortado carreteras para reclamar al Estado que aplace sus exigencias ambientales y que Doe Run pueda retomar la actividad. Ocurrió igual en el 2004, aunque entonces los argumentos fueron la competencia china y el bajo precio del plomo. La empresa logró la prórroga entonces y de nuevo, el año pasado. De 30 meses. Aun así, la fundición permanece cerrada.

La amplitud del plazo ha indignado a los activistas por la salud de La Oroya, que denuncian que durante los años de bonanza, Doe Run repatrió beneficios a EE.UU. donde tiene su matriz Renco, la mayor productora de plomo de Norteamérica. Esta firma es propiedad del millonario Ira Rennert. El cineasta Michael Moore alimentó su (mala) fama nombrándolo en 1999 hombre del año por su contribución a la contaminación en Perú y EE.UU.

fuente: Beatriz Navarro, Carolina Martín - Magazine

1 comentario:

  1. La Oroya es la prueba feasciente de que el Estado no se acuerda de velar por la población. Es también claro ejemplo de los empresarios que muchas veces sólo optan por llenarse los bolsillos en vez de construir un empresa sólida en base a dinero, salud y responsabilidad social. En fin, supongo que en anda sirve criticar al sistema pues en vez de merjorar vamos enpeorando.

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